lunes, 16 de mayo de 2011

Ejercicio 24. METÁFORA DE LA SONRISA


Autor: José Manuel Martínez Cenzano


 Cuando he recibido vuestra propuesta de participar en nuestra fiesta de medio siglo (parece más corto que “cincuenta años”) con una composición, no he podido por menos que recordar un pequeño cuento que publiqué en un libro de relatos en el año 2006. Ese cuento, en realidad, evocaba la firme creencia, que he mantenido durante todos estos años, de que la educación es el ejercicio humano que más iguala a las personas.

Obviamente, no cualquier educación. Ni siquiera dos educaciones iguales en apariencia son equivalentes si una carece de la voluntad de transformar el espíritu en beneficio de una actitud fraterna. Probablemente hoy, éste sea un término que suene más a sacristía que a reflexión social, pero lo que sí resulta cierto es que los ideólogos de la Revolución francesa, de la que seguimos siendo tributarios, lo elevaron al más alto rango en su declaración programática y lo situaron a la misma altura que la Libertad y la Igualdad.

Hoy disfrutamos de la Libertad, seguimos aspirando (con matices, y no de un modo unánime) a la Igualdad, pero, evidentemente, la Fraternidad ha sido sustituida por una permanente aspiración a que el Estado provea a algunos –los más necesitados- de ciertos mecanismos de compensación, que en ningún caso propone un escenario de compromiso personal.

Probablemente, hoy la Fraternidad se haya convertido en el sueño de los utópicos.

Pero volvamos al cuento: se titula “Metáfora de la sonrisa”. Lo transcribo para vosotros:


METÁFORA DE LA SONRISA

 “Como tantos otros, me he acostumbrado con los años al paisaje doméstico, en apariencia inmutable. Las sillas, los cuadros, la librería y el sofá conforman un ecosistema que garantiza la seguridad, en apariencia. Hasta la pecera, con sus hermosos peces de colores, forma parte del orden pactado, asumido. Quizá todo ello constituya el fundamento de la inercia.

Un día, sin embargo, todo cambió de modo inopinado. Sin razón aparente, observé con detenimiento los peces de mi vieja pecera. Debo decir que eran los peces de siempre, de brillantes colores, de cola nacarada, de suaves movimientos y no exentos de un punto de elegancia. Comprobé que el perfil de su boca formaba un arco descendente, dando lugar a una figura geométrica que representa, a mi entender, la antítesis de la sonrisa. Mis peces tenían, pues, un rictus de tristeza.

Una vez que hube constatado que no era ésta una situación coyuntural sino permanente, tomé una determinación, tras meditar largamente en busca de la razón de este fenómeno, que consideraba alarmante. Deduje que mis peces aparentaban tristeza por su falta de estímulo y la limitación de su habitáculo, a pesar de lo apacible de su vida, de su sosiego y de la garantía de supervivencia de la que gozaban.

Así pues, como ya he dicho, decidí devolver a mis peces su sonrisa. Tracé para ello un plan; es más, elaboré una verdadera epistemología basada en una educación para la sonrisa.
Dedique a su desarrollo varios días, sin tomarme descanso (debo decir que me entrego con vehemencia a mis ilusiones hasta el punto de hacerme perder mis referencias familiares, laborales, e incluso alimenticias).

Comencé leyéndoles “El Capital” y “La contribución a la crítica de la Economía Política” de Karl Marx. Les expliqué con detenimiento, los fundamentos del Liberalismo Social, según John Stuart Mill; hice para ellos un enjundioso comentario sobre un texto de Keynes y regalé (¿¡) sus oídos con unas citas, probablemente descontextualizadas, del “Universo abierto” de Popper. Mi educación teórica se remató con una profunda explicación sobre la risa en clave rigurosamente aristotélica.

En un segundo estadio, les enseñé la práctica de la respiración en un medio antinatural, hostil; a buscar alimento e incluso el sexo, y siguiendo las pautas dictadas por la Institución Libre de Enseñanza los llevé al río, en donde un joven con pelo revuelto y tejanos con agujero incorporado lavaba un lucio recién pescado. Pretendí, de ese modo, que adquirieran conciencia de los riesgos que entraña la vida en libertad.

Cuando consideré terminado el periodo de aprendizaje, vacié la pecera y los dejé sueltos en el salón. Durante unos días, los vi evolucionar en armonía con las condiciones de su nueva situación. Recuerdo que, incluso, una pareja de luchadores de Siam tuvo descendencia. Pero una triste mañana, descubrí que todos habían muerto.

He buscado largamente las razones de este desenlace. Todavía hoy carezco de la certeza suficiente como para defender una tesis. No obstante, sí tengo una intuición: mis peces murieron porque no tuve acierto en la elección de la ordenación del proceso educativo y olvidé que sólo se vive, sólo se sonríe, alimentando un sueño.”

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Hoy me pregunto ¿nos educaron para aspirar a un sueño? Cada cual debe responderse. Yo sigo recordando aquellos años que compartimos, con una mezcla de melancolía y asombro. Y haciéndome preguntas.

Un abrazo fuerte y feliz aniversario.

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