Autor: F. Javier Herrero García
Al llegar la primavera de aquel año, último del colegio, decidí cambiar mi ruta de todos los días. Ya no hacía frío y un pequeño tramo a pie me permitiría enlazar dos líneas de autobús que tal vez me harían el trayecto más cómodo.
Al llegar la primavera de aquel año, último del colegio, decidí cambiar mi ruta de todos los días. Ya no hacía frío y un pequeño tramo a pie me permitiría enlazar dos líneas de autobús que tal vez me harían el trayecto más cómodo.
Al incorporarme en la fila de espera de la parada del segundo autobús vi por primera vez a Lucía. Enseguida me llamaron la atención sus ojos negros, enormes, brillantes y un poco tristes, sus labios y su cuerpo, para el que el uniforme colegial ya no era adecuado.
Pocos días después nuestras miradas, que al principio sólo se cruzaban, se detenían enfrentadas hasta que, siempre ella, bajaba los ojos y con los brazos cruzados apretaba contra su cuerpo libros y carpetas.
Casi a final de curso la hermana de mi amigo Miguel organizó un guateque en su casa. Miguel era el encargado de buscar chicos y me pidió que acudiera. Y allí me encontré frente a frente con Lucia, infinitamente guapa, con un vestido azul claro, entallado y sin mangas, los zapatos ya con algo de tacón y su mirada, profunda, penetrante… y triste.
Bailé con ella cuanto pude. Cada vez que debíamos separarnos nuestras miradas se volvían a buscar hasta que de nuevo nos enlazábamos. Yo me extasiaba al notar como ella se dejaba querer. A veces alzaba los ojos y otras los cerraba y se escondía en mi abrazo.
Años después, nuestras miradas, inesperadamente, se volvieron a cruzar. Y se reconocieron de inmediato. Se mantuvieron frente a frente hasta que por nuestras mentes desfiló nuestro pasado. Después ella dijo:
Casi a final de curso la hermana de mi amigo Miguel organizó un guateque en su casa. Miguel era el encargado de buscar chicos y me pidió que acudiera. Y allí me encontré frente a frente con Lucia, infinitamente guapa, con un vestido azul claro, entallado y sin mangas, los zapatos ya con algo de tacón y su mirada, profunda, penetrante… y triste.
Bailé con ella cuanto pude. Cada vez que debíamos separarnos nuestras miradas se volvían a buscar hasta que de nuevo nos enlazábamos. Yo me extasiaba al notar como ella se dejaba querer. A veces alzaba los ojos y otras los cerraba y se escondía en mi abrazo.
Años después, nuestras miradas, inesperadamente, se volvieron a cruzar. Y se reconocieron de inmediato. Se mantuvieron frente a frente hasta que por nuestras mentes desfiló nuestro pasado. Después ella dijo:
-Sí, soy Lucia… y tu Fernando.
Respondí solo con una sonrisa y una mirada de afecto.
-¿Sabes? Me casé con Miguel, tenemos tres hijos, estoy bien…. ¿y tú?
-Yo también tengo tres hijos
Apenas pude decir muchas más cosas… Sólo notaba que mi corazón latía fuerte
¡Cuánto me ha gustado verte Fernando!
Se despidió con un beso. Su caricia fue la misma que la de nuestro primer baile.
Y volvieron a pasar más años. Preparando nuestra conmemoración de los 50 años de salida del colegio me enteré que Miguel había fallecido.- Lucía, ¿quieres que te busque?, ó debo seguir queriéndote como hasta hoy te he querido…
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