Autor: Luis Carrascón Garrido
Cuando salí de casa, bajando hacia Areneros, la mañana era fresca. Era uno de esos días que anuncian ya la primavera. De los bares de Blasco de Garay escapaba un irresistible olor a café y a churros.
La torre de ladrillo rojo, al fondo, como un vigía, contemplaba mis pasos.
Al llegar al semáforo de Alberto Aguilera, el dilema se presento, tentador, como tantas otras veces: - ¿Cruzo y entro, o me voy a Rosales? – Vacilaba, al borde de la acera, sin saber qué hacer.
Crucé, sin haberme decidido todavía. Pero en la esquina, repentinamente, sin saber por qué, giré a la derecha y me dirigí con paso rápido hacia la libertad. Al atravesar Serrano Jover, un grupo de niñas con uniforme pasó a mi laso. Iban hacia Princesa, sin duda al colegio de las monjas.
Por Alberto Aguilera, el corazón me latía desaforadamente. Era milagroso no encontrarme con nadie conocido. Pero era un milagro que en cualquier momento podía desvanecerse, y la deliciosa sensación de estar haciendo algo prohibido me hacía estremecer.
Mientras bajaba por Marqués de Urquijo, pensaba: - Ahora ya no puedo volverme atrás; esto no tiene remedio…
Llegué a Rosales. Allí la sensación de primavera fresquita era más fuerte. Las sillas de las terrazas, con sus altos respaldos de mimbre, estaban completamente vacías. Seguí hacia el Parque del Oeste y busqué un banco en el que diera el solecito mañanero.
Con un suspiro de satisfacción me senté, puse a mi lado la bolsa de plástico con las migas de pan para los pájaros, y comencé a esparcirlas alrededor de mis pies.
Mientras los primeros gorriones se acercaban dando tímidos saltitos, pensé, feliz:
- ¡Que bien, qué ganas tenía de estar jubilado!
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